HEROES







El día 26 de abril de 1986, el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbyl estalló, dos grandes explosiones a las 01:24 de la madrugada.
En un primer momento se echaron sobre el agujero millones de litros de agua y nitrógeno líquido, con el propósito de mantener frío y proteger así el reactor. Esto contribuyó a empeorar las consecuencias del siniestro, pues el agua se vaporizaba instantáneamente al tocar el núcleo fundido a más de 2.000 ºC; y salía disparada hacia la estratosfera en forma de grandes nubes de vapor que el viento arrastraría en todas direcciones.
Era preciso apagar los enormes incendios. Ahora tenían una gran cantidad de agua acumulada en las piscinas de seguridad bajo el reactor. Estas piscinas de seguridad se hallaban en dos niveles inferiores y tenían por función contener agua por si fuese preciso enfriar de emergencia el reactor.
Y sobre ellas se encontraba el reactor abierto, fundiéndose lentamente en forma de lava de corio a 1.660 ºC. En cualquier momento podían provocarse una o varias explosiones de vapor que proyectasen a la atmósfera cientos de toneladas de este corio, destruyendo el lugar y afectando gravemente a toda Europa.
Se tomó, pues, la decisión de vaciar estas piscinas de manera controlada. En condiciones normales, esto habría sido una tarea fácil: bastaba con abrir sus esclusas mediante una sencilla orden al ordenador SKALA que gestionaba la central. Pero con los sistemas de control electrónico destruidos, esto no resultaba posible. De hecho, la única manera de hacerlo ahora era actuando manualmente las válvulas. 
El problema es que las válvulas estaban bajo el agua, dentro de la piscina. Justo debajo del reactor que se fundía, emitiendo un siniestro brillo rojizo.

Al parecer, la decisión sobre quién lo haría se tomó de manera muy simple; con aquella vieja frase que, a lo largo de la historia de la humanidad, siempre bastó a los héroes:
–Yo iré.

Los dos primeros en ofrecerse voluntarios fueron Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov.
Los dos eran ingenieros nucleares. Los dos comprendían más allá de toda duda que se disponían a caminar de cara hacia la muerte.

Un joven trabajador de la central sin familia llamado Boris Baranov, se alzó de hombros y dijo aquella otra frase que casi siempre ha seguido a la anterior:
–Yo iré con vosotros.

Los tres camaradas caminaron los mil doscientos metros que había hasta el nivel –0,5.
Mientras veían cómo su piel se oscurecía lentamente, se les iba un poquito la cabeza debido a la ionización de las neuronas y la boca les sabía a uranio cada vez más, conteniendo la náusea, sacudiéndose incómodamente porque era como si un millón de duendes maléficos les estuvieran clavando agujas en la piel.
Cinco mil roentgens/hora, llaman a eso.
De pronto, las esclusas comenzaron a abrirse, y un millón de metros cúbicos de agua radioactiva escaparon en dirección al reservorio seguro preparado a tal efecto. Lo habían logrado. Alguien murmuró que los héroes Ananenko, Bezpalov y Baranov acababan de salvar a Europa.
Hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió después. La más tradicional dice que jamás regresaron, y siguen sepultados allí. La más probable asegura que llegaron a salir de la piscina y celebrar su victoria riendo y abrazándose a los mismísimos pies del monstruo, en el borde de la piscina; e incluso lograron regresar sus cuerpos, aunque no sus vidas. Murieron poco después, de síndrome radioactivo extremo, en hospitales de Kiev y Moscú.


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